Uno de los principales problemas causados por la pandemia del Covid, fue la destrucción de miles –o millones, posiblemente – de plazas de empleo. Trabajos que hasta principios del 2020 eran medianamente firmes en Ecuador, a pesar de los vaivenes socioeconómicos, en pocos meses se evaporaron. Y como consecuencia, muchísimos pasamos a engrosar –me incluyo- la triste lista de cesantes.
Perder un trabajo en otros tiempos no era un problema tan grave. Incluso en nuestro país, que no se ha caracterizado precisamente por ser un modelo económico exitoso, en el cual sobran los empleos. Poseer una profesión como la nuestra –periodista- y un bagaje de experiencia adecuado, eran herramientas suficientes para conseguir un nuevo puesto tarde o temprano. Ahora, que ese puesto sea bien o mal pagado, es harina de otro costal. Trabajo había.
Sin embargo, la pandemia, y la consecuente paralización de casi todas las actividades productivas –con aquella cantaleta de “quédate en casa”- llevó a la quiebra a muchas empresas medianas y pequeñas, y generó que las grandes, incluso las gigantes, recorten al máximo su personal, como argumento desesperado para sobrevivir. Y fue así que entre despidos y otras prácticas similares no siempre francas –en algunos casos simplemente los dueños dejaron de pagar y ya no dieron más la cara- muchos nos quedamos sin empleo.
Lo peor no fue eso. Lo verdaderamente triste fue darse cuenta que, a la hora de aplicar por otra plaza laboral, a muchos profesionales con algún recorrido –es decir, ya maduros- nos excluían con asombrosa rapidez de cualquier opción. A pesar de la experiencia. A pesar de tener sólidos conocimientos de nuestra carrera. A pesar de referencias excelentes. Éramos, de forma sospechosa, eliminados sin miramientos, por más que hubiéramos superados las pruebas de aptitud.
Las sospechas quedaban confirmadas después de muchas averiguaciones. Nos excluyen por la edad. A veces lo dicen con suavidad, y otras sin tacto alguno. Pero lo terminan confesando: “usted es viejo”. “¿Viejo, yo”, respondemos con sorpresa. “Pero si apenas tengo…” “Es que para la empresa –replica el jefe de Recursos Humanos, o el funcionario a cargo del proceso- usted ya es algo mayor. Usted es más proclive a enfermarse, a pedir permisos para citas médicas o a jubilarse. Y la empresa no puede permitirlo. La empresa necesita jóvenes, fuertes, sacrificados…”
Mientras en otros países a los profesionales experimentados los valoran, y casi que se los disputan, en Ecuador nos tiran a la basura. Y nos llaman viejos. “Usted es viejo”, es la frase de moda.
En el caso del periodismo, mi amada profesión, semejante razonamiento es de locos. Más aún porque si tomo a un profesional recién graduado –ese “joven, fuerte y sacrificado” que prefieren ciertas empresas- y le asigno la elaboración de una nota, debo tener claro que recibiré el trabajo de un novato. Seguramente con la mejor voluntad, pero proclive a errores, debido a su corta edad. Al contrario de lo que me puede garantizar un periodista con suficiente experiencia y capacidad. Ese periodista “viejo” al que le cierran las puertas con tanta descortesía. No lo dicen, pero esta selección también tiene tintes económicos. Prefieren contratar jóvenes y pagarles el sueldo básico, por trabajar 6 días a la semana 12 horas diarias. No importa si la calidad del producto final –se aplica a todas las áreas productivas- no sea óptima. Es lo más barato y, por tanto, para sus estándares, lo mejor. ¿Y la experiencia? ¿Y el criterio que tanto hace falta? ¿Y el liderazgo? Todo eso cuesta, y las empresas no quieren gastar. Por aquello de la pandemia.