Con la mirada fija en el volcán. Así se quedan dormidos y despiertan los habitantes de la isla canaria de La Palma, donde el volcán de Cumbre Vieja lleva veinte días en erupción.
La tierra sigue temblando y el aire que respiran es cada vez más espeso. Arden los ojos. Se seca la garganta. Hay mal olor. Por más que se alejen de los ríos de lava, no hay modo de pensar en otra cosa.
Son más de 6.500 los isleños que tuvieron que dejar sus hogares desde que el volcán despertó el 19 de septiembre y no dejó de rugir.
Hasta ahora, el Cumbre Vieja arrasó con casi mil casas y dañó a unas 150 más, en mayor o menor medida, según el relevamiento del satélite europeo Copernicus. Todos los habitantes de la isla, sin embargo, se sienten amenazados.
Porque la erupción del volcán madura pero no pierde explosividad. Porque desde que la lava llegó al mar, la calidad del aire empeora. Porque cada vez son más las localidades que podrían ser evacuadas. Porque según el Instituto Volcanológico de Canarias, la erupción podría durar dos meses más.
En las últimas horas la lengua de lava, gases y cenizas que expulsa el volcán cubrió 9 hectáreas más. La erupción se devoró ya más de 470 hectáreas de una isla consagrada, sobre todo, al cultivo del plátano.